(cont.)
»Yo estaba confundido con aquella melodía que había conmovido mi corazón. Mi halcón, tan pronto como oyó las primeras notas, se intranquilizó, para después desaparecer en el aire y no volver más. Yo, sin embargo, incapaz de resistir, seguí oyendo aquella seductora melodía que confusa, unas veces se alejaba y, otras, llevada por el viento, parecía acercarse.
»Finalmente salí del bosque y divisé delante de mí, sobre la cumbre de una montaña, un majestuoso castillo. Desde arriba hasta el bosque, sonreía un bellísimo jardín, repleto de todos los colores, que rodeaba al castillo como un anillo mágico. Todos los árboles y los setos, encendidos por los tonos violentos del otoño, aparecían purpúreos, amarillos oro y rojos fuego. Altos áster, las últimas estrellas del verano, brillaban allí con múltiples destellos. El sol poniente derramaba sus últimos rayos sobre aquella deliciosa altura, reflejando sus deslumbrantes llamas en las ventanas y en las fuentes.
»Me di cuenta entonces de que el sonido de los cuernos de caza que había escuchado poco antes provenía de este jardín. Vi con espanto, en medio de tanta magnificencia, bajo los emparrados, a la doncella de mis sueños, que paseaba cantando la misma melodía. Al verme calló, pero los cuernos de caza seguían sonando. Hermosos muchachos, vestidos de seda, se acercaron a mí y me ayudaron a desmontar.
»Pasé a través del arco ligero y dorado de la cancela, directo hacia la explanada del jardín, donde se encontraba mi amada y caí a sus pies, vencido por tanta belleza. Llevaba un vestido rojo oscuro; largos velos transparentes cubrían sus rizos dorados, que una diadema de piedras preciosas sujetaba sobre la frente.
»Me ayudó a levantarme amorosamente y, con voz entrecortada por el amor y el dolor, me dijo:
»-¡Cuánto te amo, hermoso e infeliz joven! Desde hace mucho tiempo te amo, y cuando el otoño inicia su fiesta misteriosa despierta mi deseo con nueva e irresistible fuerza. ¡Infeliz! ¿Cómo has llegado a la esfera de mi canción? Déjame y vete.
»Al oír estas palabras fui presa de un gran temblor y le supliqué que me hablara y se explicase. Pero ella no respondió, y recorrimos silenciosos, uno al lado del otro, el jardín.
»Mientras tanto, había oscurecido y el aspecto de la doncella se había tornado grave y majestuoso.
»-Debes saber -dijo- que tu amigo de la infancia, el cual hoy se ha despedido de ti, es un traidor. He sido obligada a ser su prometida. Sólo por celos te ha ocultado su amor. No ha partido hacia Palestina: mañana vendrá para llevarme a un castillo lejano donde estaré eternamente oculta a la mirada de todos. Ahora debo irme. Sólo nos volveremos a ver si él muere.
»Dicho esto, me besó en los labios y desapareció en las oscuras galerías. Una gema de su diadema heló mi vista, y su beso estremeció mis venas con un tembloroso deleite.
»Medité con terror las espantosas palabras que, al despedirse, había vertido como un veneno en mi sangre. Vagué pensativo mucho tiempo por los solitarios senderos. Finalmente, cansado, me eché sobre los escalones de piedra de la puerta del castillo. Los cuernos de caza sonaban todavía, y me dormí combatido por extraños pensamientos.
»Cuando abrí los ojos, ya había amanecido. Las puertas y las ventanas del castillo estaban cerradas, y el jardín, silencioso. En aquella soledad, con los nuevos y hermosos colores de la mañana, se despertaban en mi corazón la imagen de mi amada y todo el sortilegio de la víspera, y yo me sentía feliz sabiéndome amado y correspondido. A veces, al recordar aquellas terribles palabras, quería huir lejos de allí, pero aquel beso ardía aún en mis labios y no podía hacerlo.
»El aire era cálido, casi sofocante, como si el verano quisiera volver sobre sus propios pasos. Recorrí el bosque cercano para distraerme con la caza. De improviso vislumbré en la copa de un árbol un pájaro con un plumaje tan maravilloso como jamás lo había visto. Cuando tensé el arco para lanzar la flecha, voló hacia otro árbol. Lo perseguí ávidamente, pero el pájaro seguía saltando de copa en copa, mientras sus alas doradas reflejaban la luz del sol.
»Así, fui a parar a un estrecho valle, flanqueado por escarpados riscos. Allí no llegaba la fría brisa y todo estaba todavía verde y florido como en el verano. Del centro del valle salía un canto embriagador. Sorprendido, aparté las ramas de los tupidos matorrales y mis ojos se cegaron ante el hechizo que se manifestó delante de mí.
»En medio de las altas rocas había un apacible lago circundado de hiedra y juncos. Muchas doncellas bañaban sus hermosos miembros en las tibias ondas. Entre ellas se encontraba mi hermosísima amada sin velos, que, silenciosa, mientras las otras cantaban, miraba fijamente el agua, que cubría sus tobillos, como encantada y absorta en su propia belleza reflejada en el agua. Permanecí durante un tiempo mirando de lejos, inmóvil y tembloroso. De golpe, el hermoso grupo salió del agua, y me apresuré para no ser descubierto.
»Me refugié en lo más profundo del bosque para apaciguar las llamas que abrasaban mi corazón. Pero cuanto más lejos huía tanto más viva se agitaba delante de mis ojos la visión de aquellos miembros juveniles.
»La noche me alcanzó en el bosque. El cielo se había oscurecido y una tremenda tormenta apareció sobre los montes. "Sólo nos volveremos a ver si él muere", repetía para mí, mientras huía como si me persiguieran fantasmas.
»A veces me parecía oír a mi flanco estrépito de caballos, pero yo huía de toda mirada humana y de todo rumor que pareciera acercarse. Al cabo, cuando llegué a una cima, vi a lo lejos el castillo de mi amada. Los cuernos de caza sonaban como siempre, el esplendor de las luces irradiaba como una tenue luz de luna a través de las ventanas, iluminando alrededor mágicamente los árboles y las flores cercanas, mientras todo el resto del paraje luchaba en la tormenta y la oscuridad.
«Finalmente, incapaz casi de dominar mis facultades, escalé una alta roca, a cuyos pies pasaba un ruidoso torrente. Llegado a la cima divisé una sombra oscura que, sentada sobre una piedra, silenciosa e inmóvil, parecía ella misma también de piedra. Rasgadas nubes huían por el cielo. Una luna color sangre apareció por un instante, reconocí entonces a mi amigo, el prometido de mi amada.
«Apenas me vio, se levantó apresuradamente. Temblé de arriba abajo. Entonces le vi empuñar su espada. Colérico, me lancé contra él y lo agarré. Luchamos unos instantes y luego lo despeñé.
»De repente el silencio se hizo terrible. Sólo el torrente rugió más fuerte como si sepultase eternamente mi pasado en medio del fragor de sus ondas turbulentas.
»Me alejé velozmente de aquel horrible lugar. Entonces me pareció oír a mis espaldas una carcajada aguda y perversa que venía de las copas de los árboles. Al mismo tiempo creí ver en la confusión de mis sentidos, al pájaro que poco antes había perseguido. Me precipité lleno de espanto, a través del bosque, y salté el muro del jardín. Con todas mis fuerzas llamé a las puertas del castillo:
»-¡Abre -gritaba fuera de mí-, ¡abre, he matado al hermano de mi corazón! ¡Ahora eres mía en la tierra y en el infierno!
»La puerta se abrió y la doncella, más hermosa que nunca, se echó contra mi pecho, destrozado por tantas tormentas, y me cubrió de ardientes besos.
»No os hablaré de la magnificencia de las salas, de la fragancia de exóticas y maravillosas flores, entre las cuales cantaban hermosas doncellas, de los torrentes de luz y de música, del placer salvaje e inefable que gusté entre los brazos de la doncella.»
En este punto, el ermitaño dejó de hablar. Fuera se oía una extraña canción. Eran pocas notas: ora semejaban una voz humana, ora la voz aguda de un clarinete, cuando el viento soplaba sobre los lejanos montes, encogiendo el corazón.
-Tranquilizaos -dijo el caballero-. Estamos acostumbrados a esto desde hace tiempo. Se dice que en los bosques vecinos existe un sortilegio. Muchas veces, en las noches de otoño, esta música llega hasta nuestro castillo. Pero igual que se acerca, se aleja y no nos preocupamos de ello.
Sin embargo, un estremecimiento sobrecogió el corazón de Ubaldo y sólo con esfuerzo consiguió dominarse. Ya no se oía la música. El huésped, sentado, callaba, perdido en profundos pensamientos. Su espíritu vagaba lejos. Después de una larga pausa volvió en sí y retomó su narración, aunque no con la calma de antes:
»Observé que, a veces, la doncella, en medio de todo aquel esplendor, caía en una invencible melancolía cuando veía desde el castillo que el otoño iba a despedirse. Pero bastaba un sueño profundo para que se calmase, y su rostro maravilloso, el jardín y todo el paraje me parecían, a la mañana, frescos y como recién creados.
»Una vez, mientras estaba junto a ella asomado a la ventana, noté que mi amada estaba más triste y silenciosa que de costumbre. Fuera, en el jardín, el viento del invierno jugaba con las hojas caídas. Advertí que mientras miraba el paisaje palidecía y temblaba. Todas sus damas se habían ido, las canciones de los cuernos de caza sonaban aquel día en una lejanía infinita, hasta que, finalmente, callaron. Los ojos de mi amada habían perdido su esplendor, casi hasta apagarse. El sol se ocultó detrás de los montes, e iluminó con un último fulgor el jardín y los valles. De repente, la doncella me apretó entre sus brazos y comenzó una extraña canción, que yo no había oído hasta entonces y resonaba en toda la estancia con melancólicos acordes. Yo escuchaba embelesado. Era como si aquella melodía me empujase hacia abajo junto con el ocaso. Mis ojos se cerraron involuntariamente: Caí adormecido y soñé.
»Cuando desperté ya era de noche. Un gran silencio reinaba en todo el castillo y la luna brillaba muy clara. Mi amada dormía a mi lado sobre un lecho de seda. La observé con asombro: estaba pálida, como muerta. Sus rizos caían desordenadamente como enredados por el viento, sobre su rostro y su pecho. Todo lo demás, a mi alrededor, permanecía intacto; igual que cuando me había dormido. Me parecía, sin embargo, como si hubiera pasado mucho tiempo. Me acerqué a la ventana abierta. Todo lo de fuera me pareció distinto de lo que siempre había visto. El rumor de los árboles era misterioso. De repente vi junto a la muralla del castillo a dos hombres que murmuraban frases oscuras, y se inclinaban curvándose el uno hacia el otro como si quisieran tejer una tela de araña. No entendí nada de lo que hablaban: sólo oía de vez en cuando pronunciar mi nombre. Me volví a mirar la imagen de la doncella que palidecía aún más en la claridad de la luna. Me pareció una estatua de piedra, hermosa, pero fría como la muerte e inmóvil. Sobre su plácido seno brillaba una piedra similar al ojo del basilisco y su boca estaba extrañamente desfigurada.
»Entonces se apoderó de mí un terror como nunca había sentido. Huí de la alcoba y me precipité a través de los desiertos salones, donde todo el esplendor se había apagado. Cuando salí del castillo vi a los dos desconocidos dejar lo que estaban haciendo y quedarse rígidos y silenciosos como estatuas. Había al pie del monte un lago solitario, a cuyo alrededor algunas doncellas con túnicas blancas como la nieve cantaban maravillosamente, a la vez que parecían entretenidas en extender sobre el prado extrañas telas de araña a la luz de la luna. Aquella visión y aquel canto aumentaron mi terror. Salté aprisa el muro del jardín. Las nubes pasaban rápidas por el cielo, las hojas de los árboles susurraban a mis espaldas, y corrí sin aliento.
»Poco a poco la noche se fue haciendo más callada y tibia; los ruiseñores cantaban entre los arbustos. Abajo, en el fondo del valle, se oían voces humanas, y viejos y olvidados recuerdos volvieron a amanecer en mi corazón apagado, mientras, ante mí, se levantaba sobre las montañas una hermosa alba de primavera.
»-¿Qué es esto? ¿Dónde estoy? -exclamé con asombro. No sabía qué me había pasado-. El otoño y el invierno han transcurrido. La primavera ilumina nuevamente el mundo. Dios mío, ¿dónde he permanecido tanto tiempo?
»Finalmente alcancé la cima de la última montaña. Salía un sol espléndido. Un estremecimiento de placer recorrió la tierra; brillaron los torrentes y los castillos; los tranquilos y alegres hombres preparaban sus trabajos cotidianos; incontables alondras volaban jubilosas. Caí de rodillas y lloré amargamente mi vida perdida.
»No comprendí, y aún hoy no lo comprendo, cómo había sucedido todo. Me propuse no bajar más al alegre e inocente mundo con este corazón lleno de pecados y de desenfrenada ansiedad. Decidí sepultarme vivo en un lugar desolado, invocar el perdón del cielo y no volver a ver las casas de los hombres antes de haber lavado con lágrimas de cálido arrepentimiento mis pecados, lo único que en mi pasado era claro para mí.
»Así viví todo un año hasta que me encontré con vos. Cada día elevaba ardientes plegarias y a veces me pareció haber superado todo y haber encontrado la gracia de Dios, pero era una falsa ilusión que luego desaparecía. Sólo cuando el otoño extendía de nuevo su maravillosa red de colores sobre el monte y el valle, llegaban de nuevo del bosque cantos muy conocidos. Penetraban en mi soledad, y oscuras voces respondían dentro de mí. El sonido de las campanas de la lejana catedral me espanta cuando, en las claras mañanas de domingo, vuela sobre las montañas y llega hasta mí como si buscara en mi pecho el antiguo y callado reino del Dios de la infancia, que ya no existe. Sabed que en el corazón de los hombres hay un reino encantado y oscuro, en el cual brillan cristales, rubíes y todas las piedras preciosas de las profundidades con amorosa y estremecedora mirada, y tú no sabes de dónde vienen ni adónde van. La belleza de la vida terrenal se filtra resplandeciendo como en el crepúsculo y las invisibles fuentes, arremolinándose, murmuran melancólicas, todo te arrastra hacia abajo, eternamente hacia abajo.»
-¡Pobre Raimundo! -exclamó el caballero Ubaldo, que había escuchado con profunda emoción al ermitaño, absorto e inmerso en su relato.
-¡Por Dios! ¿Quién sois que conocéis mi nombre? -preguntó el ermitaño levantándose como herido por un rayo.
-Dios mío -respondió el caballero abrazando con afecto al tembloroso ermitaño-. ¿Es que no me reconoces? Yo soy tu viejo y fiel hermano de armas, Ubaldo, y ésta es tu Berta, a la que amabas en secreto y a la que ayudaste a montar a caballo después de la fiesta en el castillo. El tiempo y una vida venturosa han desdibujado nuestro aspecto de entonces. Te he reconocido sólo cuando comenzaste a relatar tu historia. Jamás he estado en un paraje como el que tú describes y nunca he luchado contigo en el acantilado. Inmediatamente después de aquella fiesta salí para Palestina, donde combatí varios años, y, a mi vuelta, la hermosa Berta se convirtió en mi esposa. Ella tampoco te ha visto jamás después de aquella fiesta, y todo lo que has contado es una vana fantasía. Un malvado sortilegio, que despierta cada otoño y desaparece después, te ha tenido, mi pobre Raimundo, encadenado con juegos engañosos durante muchos años. Los días han sido meses para ti. Cuando volví de Tierra Santa nadie supo decirme dónde estabas y todos te creíamos perdido.
A causa de su alegría, Ubaldo no se dio cuenta de que su amigo temblaba cada vez más fuertemente a cada una de sus palabras. Raimundo les miraba a él y a su esposa con ojos extraviados. De repente reconoció a su amigo y a la amada de su juventud, iluminados por la crepitante llama de la chimenea.
-¡Perdido, todo perdido! -exclamó trágicamente. Se separó de los brazos de Ubaldo y huyó velozmente en la noche hacia el bosque.
-Sí, todo está perdido, y mi amor y toda mi vida no son más que una larga ilusión -decía para sí mientras corría, hasta que las luces del castillo de Ubaldo desaparecieron a sus espaldas. Involuntariamente, se había dirigido hacia su propio castillo, al que llegó cuando amanecía.
(cont.)