Diego Rodríguez de Silva y Velázquez (Sevilla, 1599 - Madrid, 1660), adoptó el apellido de su madre, según uso frecuente en Andalucía, firmando "Diego Velázquez" o "Diego de Silva Velázquez". Estudió y practicó el arte de la pintura en su ciudad natal hasta cumplir los veinticuatro años, cuando se trasladó con su familia a Madrid y entró a servir al rey desde entonces hasta su muerte en 1660. Gran parte de su obra iba destinada a las colecciones reales y pasó luego al Prado, donde se conserva. La mayoría de los cuadros pintados en Sevilla, en cambio, ha ido a parar a colecciones extranjeras, sobre todo a partir del siglo XIX. A pesar del creciente número de documentos que tenemos relacionados con la vida y obra del pintor, dependemos para muchos datos de sus primeros biógrafos. Francisco Pacheco, maestro y después suegro de Velázquez, en un tratado terminado en 1638 y publicado en 1649, da importantes fragmentos de información acerca de su aprendizaje, sus primeros años en la corte y su primer viaje a Italia, con muchos detalles personales.
Obra maestra de la historia del paisaje occidental en la que Velázquez plasmó su idea del paisaje sin una excusa narrativa que lo justifique. Esta vista romana y su compañera (P01211), son dos de los cuadros más singulares de Velázquez. Ambos tienen como tema una combinación de arquitectura, vegetación, escultura y personajes vivos que se integran de manera natural en un ámbito ajardinado. La luz y el aire, como repiten incasablemente los críticos, son también protagonistas de estos cuadros. También se ha insistido secularmente en la voluntad que parece latir en ellos de plasmar un momento concreto, es decir, de describir unas circunstancias atmosféricas determinadas, lo que ha llevado a la teoría de que nos encontramos ante una representación de la "tarde" y el "mediodía", anticipando lo que haría Monet más de dos siglos más tarde con sus famosas series de la Catedral de Rouen. Como motivo común a los dos cuadros, Velázquez utiliza una serliana o estructura arquitectónica que resulta de la combinación de un hueco en el centro culminado por un arco de medio punto, flanqueado a ambos lados por sendos huecos adintelados. En un caso se trata de una serliana cerrada, que actúa como un muro opaco.
Son cuadros que representan de manera fiel otros tantos rincones de la Villa Médicis, uno de los palacios más importantes de Roma. En ellos aparentemente no existe un tema identificable, pues los personajes que los pueblan vagan por el jardín sin interpretar una historia concreta. En un caso, lo que se ha supuesto una lavandera parece extender una sábana sobre la balaustrada, mientras dos hombres abajo conversan quizá sobre la arquitectura que contemplan. A su lado un busto clásico (probablemente un hermes) asoma entre el seto, y en la pared una hornacina con una escultura que nos recuerda el prestigio del lugar como depositario de una espléndida colección de estatuaria antigua.
Dos son los factores que singularizan estas obras en relación al contexto de la pintura de su tiempo, además de su altísima calidad. En primer lugar, la ausencia de tema. En el siglo XVII el paisaje se convirtió en un género pictórico de relativa importancia, sin embargo, muy rara vez la representación de la Naturaleza en un lienzo, se justificaba por sí misma, pues en general debía estar acompañada de una "historia" mitológica, sagrada etc. que justificara el cuadro. El paisaje en sí mismo no se consideraba un tema digno de ser representado a no ser que estuviera arropado por una excusa narrativa o fuera una vista urbana o monumental. Velázquez, por tanto, transmite una visión más directa de la naturaleza. A ello contribuye el segundo de los factores que otorgan a estas vistas un estatus pictórico singular: aunque se sabe de artistas como Claudio de Lorena, que salían al campo a tomar apuntes directos del paisaje en sus cuadernos, son rarísimos los casos en los que el pintor se plantaba con sus útiles de pintar delante del motivo y atacaba directamente el lienzo, como hizo el pintor sevillano en estos dos casos. También resulta muy singular en estas obras el tipo de impresión que se trata de transmisor de la naturaleza: no es una visión inmutable e intemporal de un fragmento de jardín, sino que parece existir la voluntad de reflejar la experiencia de un momento.
Es muy poco lo que se conoce sobre estas obras. El primer problema que se plantea es el de su propia naturaleza o función como pintura. Se ha pensado que se trataban de sendos bocetos que haría el pintor con vistas a poder utilizarlos en composiciones más extensas, pero actualmente se tiende a pensar que se trata de cuadros acabados y justificables en sí mismos. Existen discrepancias en lo que se refiere a las fechas de su ejecución. Está claro que fueron realizados durante uno de sus dos viajes a Roma, y a partir de esta premisa se han barajado las distintas posibilidades.
Los datos que hablan de una datación temprana son los más consistentes, y se basan en consideraciones estilísticas y documentales. Desde un punto de vista técnico, hay que señalar que las obras están pintadas sobre una preparación marrón, similar a la que Velázquez utilizó en su primer viaje a Italia, y que no volvería a usar desde su vuelta a Madrid en 1631. Estilísticamente, estas obras son coherentes con el paisaje que aparece en La túnica de José, que realizó en este viaje (Monasterio del Escorial), o con el fondo de la Tentación de Santo Tomás de Aquino (Orihuela, Museo Diocesano) y, como demostró Milicua, también tiene relación con paisajes próximos a Agostino Tassi. Los apoyos técnicos se basan en la noticia de que durante el primer viaje Velázquez habitó durante dos meses en la Villa Medici, y en un documento de 1634 por el que el protonotario Jerónimo de Villanueva adquirió del pintor para Felipe IV cuatro paisillos. Los defensores de la hipótesis del segundo viaje se apoyan en los caracteres estilísticos de estos lienzos, concretamente estos se basan en lo avanzado de su estilo y en el hecho de que en esa época la gruta a la que da acceso la serliana estaba en obras.
En cualquier caso, se trata de dos obras maestras de la historia del paisaje occidental, que anticipan algunas fórmulas pictóricas del siglo XIX, si bien su valor no ha de hallar se tanto en ese carácter precursor cuanto en su propia calidad como obras de arte en las que su autor ha sabido expresar de una manera original y personalísima su concepción del paisaje.
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