martes, julio 07, 2015

Relatos. El hombre de arena (IV)

(cont.)
Ahora podría continuar mi relato tranquilamente, pero la imagen de Clara se presenta ante mis ojos tan llena de vida que no puedo apartarla de mí, como me pasaba siempre que me miraba dulcemente.
No podía decirse que Clara fuese bella, esto pensaban al menos los entendidos en belleza. Sin embargo, los arquitectos elogiaban la pureza de las líneas de su talle; los pintores decían que su nuca, sus hombros y su seno eran tal vez demasiado castos, pero todos amaban su maravillosa cabellera que recordaba a la de la Magdalena y coincidían en el color de su tez, digno de un Battoni. Uno de ellos, un auténtico extravagante, comparaba sus ojos a un lago de Ruisdael, donde se reflejan el azul del cielo, el colorido del bosque y las flores del campo, la vida apacible. Poetas y virtuosos iban más lejos y decían:
-¡Cómo hablan de lagos y de espejos! No podemos contemplar a esta muchacha sin que su mirada haga brotar de nuestra alma cantos y armonías celestes que nos sobrecogen y nos animan. ¿Acaso no cantamos nosotros también, y alguna vez hasta creemos leer en la tenue sonrisa de Clara que es como un cántico, no obstante algunos tonos disonantes?
Así era. Clara poseía la imaginación alegre y vivaz de un niño inocente, un alma de mujer tierna y delicada, y una inteligencia penetrante y lúcida. Los espíritus ligeros y presuntuosos no tenían nada que hacer a su lado, pues ella, sin muchas palabras, conforme a su temperamento silencioso, parecía decirles con su mirada transparente y su sonrisa irónica: «Queridos amigos, ¿pretenden que mire sus tristes sombras como auténticas figuras animadas y con vida?» Por esta razón Clara fue acusada por muchos de ser fría, prosaica e insensible. Pero otros, que veían la vida con más claridad, amaban fervorosamente a esta joven y encantadora muchacha; pero nadie tanto como Nataniel, quien se dedicaba a las ciencias y a las artes con pasión. Clara le correspondía con toda su alma. Las primeras nubes de tristeza pasaron por su vida cuando se separó de ella. ¡Con cuánta alegría se arrojó en sus brazos cuando él, al volver a su ciudad natal, entró en casa de su madre, como había anunciado en su última carta a Lotario! Sucedió entonces lo que Nataniel había imaginado; en el momento en que volvió a ver a Clara desapareció la imagen del abogado Coppelius y la fatal y razonable carta de Clara, que tanto lo había contrariado.
Sin embargo, Nataniel tenía razón cuando escribía a su amigo Lotario que su encuentro con el repugnante vendedor de barómetros había ejercido una funesta influencia en su vida. Todos sintieron desde los primeros días de su estancia que Nataniel había cambiado su forma de ser. Se hundía en sombrías ensoñaciones y se comportaba de un modo extraño, no habitual en él. La vida era sólo sueños y presentimientos; hablaba siempre de cómo los hombres, creyéndose libres, son sólo juguete de oscuros poderes, y humildemente deben conformarse con lo que el destino les depara. Aún iba más lejos, y afirmaba que era una locura creer que el arte y las ciencias pueden ser creados a nuestro antojo, puesto que la exaltación necesaria para crear no proviene de nuestro interior sino de una fuerza exterior de la que no somos dueños.
Clara no estaba de acuerdo con esos delirios místicos pero era inútil refutarlos. Sólo cuando Nataniel afirmaba que Coppelius era el principio maligno que se había apoderado de él en el momento en que se escondió tras la cortina para observarlo, y que aquel demonio enemigo turbaría su dichoso amor, Clara decía seriamente:
-Sí, Nataniel, tienes razón, Coppelius es un principio maligno y enemigo, puede actuar de forma espantosa, como una fuerza diabólica que se introduce visiblemente en tu vida, pero sólo si no lo destierras de tu pensamiento y de tu alma. Mientras tú creas en él, existirá; su poder está en tu credulidad.
Nataniel, irritado al ver que Clara sólo admitía la existencia del demonio en su interior, quiso probársela por medio de doctrinas místicas de demonios y fuerzas oscuras, pero Clara interrumpió la discusión con una frase indiferente, con gran disgusto de Nataniel. Pensó entonces que las almas frías encerraban estos profundos misterios sin saberlo, y que Clara pertenecía a esta naturaleza secundaria, por lo cual decidió hacer todo lo posible para iniciarla en tales secretos. Al día siguiente, mientras Clara preparaba el desayuno, fue a su lado y empezó a leer diversos pasajes de libros místicos, hasta que Clara dijo:
-Pero, mi querido Nataniel, ¿y si yo te considerase a ti como el principio diabólico que actúa contra mi café? Porque, si me pasara el día escuchándote mientras lees y mirándote a los ojos como tú quieres, el café herviría en el fuego y no desayunaríais ninguno.
Nataniel cerró el libro de golpe y se dirigió malhumorado a su habitación. En otro tiempo había escrito cuentos agradables y animados que Clara escuchaba con indescriptible placer, pero ahora sus composiciones eran sombrías, incomprensibles, vagas, y podía sentir en el indulgente silencio de Clara que no eran de su gusto. Nada era peor para Clara que el aburrimiento; su mirada y sus palabras dejaban ver que el sueño se apoderaba de ella. Las obras de Nataniel eran de hecho muy aburridas. Su disgusto por el frío y prosaico carácter de Clara fue en aumento, y Clara no podía vencer el mal humor que le producía el sombrío y aburrido misticismo de Nataniel; y así, sus almas se fueron alejando una de otra, sin que se dieran cuenta.
La imagen del odioso Coppelius, como el mismo Nataniel podía reconocer, cada vez era más pálida en su fantasía, y hasta le costaba a menudo un esfuerzo darle vida y color en sus poemas, donde aparecía como un horrible espantajo del destino. Finalmente, el atormentado presentimiento de que Coppelius destruiría su amor le inspiró el tema de una de sus composiciones. Se describía a él mismo y a Clara unidos por un amor fiel, pero de vez en cuando una mano amenazadora aparecía en su vida y les arrebataba la alegría. Cuando por fin se encontraban ante el altar aparecía el horrible Coppelius que tocaba los maravillosos ojos de Clara; éstos saltaban al pecho de Nataniel como chispas sangrientas encendidas y ardientes, luego Coppelius se apoderaba de él, lo arrojaba a un círculo de fuego que giraba con la velocidad de la tormenta y lo arrastraba en medio de sordos bramidos, de un rugido como cuando el huracán azota la espuma de las olas en el mar, que se alzan, como negros gigantes de cabeza blanca, en furiosa lucha. En medio de aquel salvaje bramido oyó la voz de Clara:
-¿No puedes mirarme? Coppelius te ha engañado, no eran mis ojos los que ardían en tu pecho, eran ardientes gotas de sangre de tu propio corazón... yo tengo mis ojos, ¡mírame!
Nataniel piensa: "Es Clara, y yo soy eternamente suyo". Es como si dominase el círculo de fuego donde se encuentra, y el sordo estruendo desaparece en un negro abismo. Nataniel mira los ojos de Clara, pero es la muerte la que lo contempla amigablemente con los ojos de Clara.
Mientras Nataniel escribía este poema estaba muy tranquilo y reflexivo, limaba y perfeccionaba cada línea, y volcado por completo en la rima, no descansaba hasta conseguir que todo fuera puro y armonioso. Cuando terminó y leyó el poema en voz alta, el horror se apoderó de él y exclamó espantado:
-¿De quién es esa horrible voz?
Enseguida le pareció, sin embargo, que había escrito un poema excelente, y que podría inflamar el frío ánimo de Clara, sin darse cuenta de que así conseguiría sobresaltarla con terribles imágenes que presagiaban un destino fatal que destruiría su amor.
Nataniel y Clara se hallaban sentados en el pequeño jardín de su madre. Clara estaba muy alegre porque Nataniel, desde hacía tres días durante los cuales había trabajado en el poema, no la había atormentado con sus sueños y presentimientos. También Nataniel hablaba con entusiasmo y alegría de cosas divertidas, de modo que Clara dijo:
-Ahora vuelvo a tenerte, ¿ves cómo hemos desterrado al odioso Coppelius?
Nataniel entonces se acordó de que llevaba el poema en el bolsillo y de que deseaba leérselo. Sacó las hojas y comenzó su lectura.
Clara, esperando algo aburrido como de costumbre, y resignándose, empezó a hacer punto. Pero, del mismo modo que se van levantando los negros y cada vez más sombríos nubarrones, dejó caer su labor y miró fijamente a Nataniel a los ojos. Éste seguía su lectura fascinado, con las mejillas encendidas y los ojos llenos de lágrimas. Cuando terminó suspiró profundamente abatido, cogió la mano de Clara y sollozando exclamó desconsolado:
-¡Ah, Clara, Clara! -Clara lo estrechó contra su pecho y le dijo dulcemente pero seria:
-Nataniel, querido Nataniel, ¡arroja al fuego esa loca y absurda historia!
Nataniel se levantó indignado y exclamó apartándose de Clara:
-Eres un autómata inanimado y maldito -y se alejó corriendo.
Clara se echó a llorar amargamente, y decía entre sollozos:
-Nunca me ha amado, pues no me comprende.
Lotario apareció en el cenador y Clara tuvo que contarle lo que había sucedido; como amaba a su hermana con toda su alma, cada una de sus quejas caía como una chispa en su interior de tal modo que el disgusto que llevaba en su corazón desde hacía tiempo contra el visionario Nataniel se transformó en una cólera terrible. Corrió tras él y le reprochó con tan duras palabras su loca conducta para con su querida hermana, que el fogoso Nataniel contestó de igual manera. Los insultos de fatuo, insensato y loco, fueron contestados por los de desgraciado y vulgar. El duelo era inevitable. Decidieron batirse a la mañana siguiente detrás del jardín y conforme a las reglas académicas, con afilados floretes. Se separaron sombríos y silenciosos. Clara había oído la violenta discusión, y al ver que el padrino traía los floretes al atardecer, presintió lo que iba a ocurrir.
Llegados al lugar del desafío se quitaron las levitas en medio de un hondo silencio, e iban a abalanzarse uno sobre otro con los ojos relampagueantes de ardor sangriento cuando apareció Clara en la puerta del jardín. Separándolos, exclamó entre sollozos:
-¡Locos, salvajes, tendrán que matarme a mí antes que uno de ustedes caiga! ¿Cómo podría seguir viviendo en este mundo si mi amado matara a mi hermano o mi hermano a mi amado?
Lotario dejó caer el arma y bajó los ojos en silencio; pero Nataniel sintió renacer dentro de sí toda la fuerza de su amor hacia Clara de la misma manera que lo había sentido en los hermosos días de la juventud. El arma homicida cayó de sus manos y se arrojó a los pies de Clara diciendo:
-¿Podrás perdonarme alguna vez tú, mi querida Clara, mi único amor? ¿Podrás perdonarme, querido hermano Lotario?
Lotario se conmovió al ver el profundo dolor de su amigo. Derramando abundantes lágrimas se abrazaron los tres y se juraron permanecer unidos por el amor y la fidelidad.
A Nataniel le pareció haberse librado de una pesada carga que lo oprimía, como si se hubiera liberado de un oscuro poder que amenazaba todo su ser. Permaneció aún durante tres felices días junto a sus bienamados hasta que regresó a G., donde debía permanecer un año más antes de volver para siempre a su ciudad natal.
A la madre de Nataniel se le ocultó todo lo referente a Coppelius, pues sabían que no podía pensar sin horror en aquel hombre a quien, al igual que Nataniel, culpaba de la muerte de su esposo.
¡Cuál no sería la sorpresa de Nataniel cuando, al llegar a su casa en G., vio que ésta había ardido entera, y que sólo quedaban de ella los muros y un montón de escombros! El fuego había comenzado en el laboratorio del químico, situado en el piso bajo. Varios amigos que vivían cerca de la casa incendiada habían conseguido entrar valientemente en la habitación de Nataniel, situada en el último piso, y salvar sus libros, manuscritos e instrumentos, que trasladaron a otra casa donde alquilaron una habitación en la que Nataniel se instaló. No se dio cuenta al principio de que el profesor Spalanzani vivía enfrente, y no llamó especialmente su atención observar que desde su ventana podía ver el interior de la habitación donde Olimpia estaba sentada a solas. Podía reconocer su silueta claramente, aunque los rasgos de su cara continuaban borrosos. Pero acabó por extrañarse de que Olimpia permaneciera en la misma posición, igual que la había descubierto la primera vez a través de la puerta de cristal, sin ninguna ocupación, sentada junto a la mesita, con la mirada fija, invariablemente dirigida hacia él; tuvo que confesarse que no había visto nunca una belleza como la suya, pero la imagen de Clara seguía instalada en su corazón, y la inmóvil Olimpia le fue indiferente, y sólo de vez en cuando dirigía una mirada furtiva por encima de su libro hacia la hermosa estatua, eso era todo. Un día estaba escribiendo a Clara cuando llamaron suavemente a la puerta. Al abrirla, vio el repugnante rostro de Coppola. Nataniel se estremeció; pero recordando lo que Spalanzani le había dicho de su compatriota Coppola y lo que le había prometido a su amada en relación con el Hombre de Arena, se avergonzó de su miedo infantil y reunió todas sus fuerzas para decir con la mayor tranquilidad posible:
-No compro barómetros, amigo, así que ¡váyase!
Pero Coppola, entrando en la habitación, le dijo con voz ronca, mientras su boca se contraía en una odiosa sonrisa y sus pequeños ojos brillaban bajo unas largas pestañas grises:
-¡Eh, no barómetros, no barómetros! ¡También tengo bellos ojos..., bellos ojos!
Nataniel, espantado, exclamó:
-¡Maldito loco! ¡Cómo puedes tú tener ojos! ¡Ojos!... ¡Ojos!...
Al instante puso Coppola a un lado los barómetros y empezó a sacar del inmenso bolsillo de su levita lentes y gafas que iba dejando sobre la mesa.
-Gafas para poner sobre la nariz. Ésos son mis ojos, ¡bellos ojos! -y, mientras hablaba, seguía sacando más y más gafas, tantas que empezaron a brillar y a lanzar destellos sobre la mesa.
Miles de ojos centelleaban y miraban fijamente a Nataniel, pero él no podía apartar su mirada de la mesa, y Coppola continuaba sacando cada vez más gafas y cada vez eran más terribles las encendidas miradas que disparaban sus rayos sangrientos en el pecho de Nataniel.
Éste, sobrecogido de terror, gritó:
-¡Detente, hombre maldito! -cogiéndolo del brazo en el momento en que Coppola hundía de nuevo su mano en el bolsillo para sacar más lentes, por más que la mesa estuviera ya cubierta de ellas.
Coppola se separó de él suavemente con una sonrisa forzada, diciendo:
-¡Ah, no son para usted, pero aquí tengo bellos prismáticos! -y recogiendo los lentes empezó a sacar del inmenso bolsillo prismáticos de todos los tamaños.
En cuanto todas las gafas estuvieron guardadas Nataniel se tranquilizó, y acordándose de Clara se dio cuenta de que el horrible fantasma sólo estaba en su interior, ya que Coppola era un gran mecánico y óptico, y en modo alguno el doble del maldito Coppelius. Por otra parte, las lentes que Coppola había extendido sobre la mesa no tenían nada de particular, y menos de fantasmagórico, por lo que Nataniel decidió, para reparar su extraño comportamiento, comprarle alguna cosa. Escogió unos pequeños prismáticos muy bien trabajados, y, para probarlos, miró a través de la ventana. Nunca en su vida había utilizado unos prismáticos con los que pudieran verse los objetos con tanta claridad y pureza. Involuntariamente miró hacia la estancia de Spalanzani. Olimpia estaba sentada, como de costumbre, ante la mesita, con los brazos apoyados y las manos cruzadas. Por primera vez podía Nataniel contemplar la belleza de su rostro. Sólo los ojos le parecieron algo fijos, muertos. Sin embargo, a medida que miraba más y más a través de los prismáticos le parecía que los ojos de Olimpia irradiaban húmedos rayos de luna. Creyó que ella veía por primera vez y que sus miradas eran cada vez más vivas y brillantes. Nataniel permanecía como hechizado junto a la ventana, absorto en la contemplación de la belleza celestial de Olimpia...
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