Paul Cézanne pasó los años finales de su vida retirado en su Provenza natal, pintando al aire libre los paisajes y los campesinos de los alrededores de Aix-en-Provence, así como numerosas naturalezas muertas en la soledad de su nuevo estudio situado en lo alto de los Lauves. Hacía mucho tiempo que la pintura había dejado de ser para él una mera representación del mundo para convertirse en un proceso analítico de investigación de las estructuras constitutivas de la realidad, y para ello nada era más adecuado que la naturaleza muerta.
Botella, garrafa, jarro y limones (1902-1906), de Paul Cézanne. Acuarela sobre papel. Museo Nacional Thyssen-Bornemisza, Madrid |
Aunque desde sus primeros bodegones realistas de juventud, teñidos aún de un cierto romanticismo, el artista mantuvo un interés permanente por la representación plástica de los objetos inanimados, fue en las composiciones más experimentales de su madurez cuando alcanzó una mayor maestría y desenvoltura. Botella, garrafa, jarro y limones pertenece a ese conjunto de naturalezas muertas realizadas en los últimos años de su vida, en las que, como escribió el crítico británico Roger Fry, «logró la expresión de los sentimientos más exaltados y de las intuiciones más profundas de su naturaleza». Sobre una bandeja colocada encima de una mesa cubierta con un sencillo mantel a cuadros aparece un conjunto integrado por apenas unos escasos recipientes domésticos de formas y tamaños diferentes y dos limones (o quizás un pedazo de pan y un limón, como señala Terence Maloon). Entre ellos destaca, con entidad propia, una jarra de cerámica floreada —seguramente procedente de alguna de las fábricas de los alrededores de Aix— cuya corporeidad contrasta con la transparencia de los recipientes de cristal
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