sábado, octubre 02, 2021

De Van der Weyden a Giacometti, veinte retratos que cambiaron el rostro de la pintura (VIII)

El caballero de la mano en el pecho, pintado por El Greco hacia 1580, óleo sobre lienzo, 81,8 x 65,8 cm, conservado en el Museo del Prado de Madrid. En este retrato, El Greco no solo muestra la fisionomía del hombre, sino que captura la esencia de su posición y sus ideales. Representa al caballero cristiano, según el plantea­miento conceptual de la retratística de los Austrias españoles. El pintor, ingeniosamente, ha introducido un elemento narrativo. El personaje -como ha demostrado Márquez Villanueva- se representa en el momento de hacer un voto. El gesto de llevarse la mano derecha al lado izquierdo del pecho -al corazón- indica no solo pío respeto, sino también una declaración de intenciones que ha de ser mantenida como cuestión de honor. La inclusión de la espada proclama el compromiso de este caballero. La espada desenvainada significaba prestar juramento o hacer voto solemne de combatir para defender la palabra de Dios. Si bien no conocemos su identidad, su nobleza salta a la vista. Las cejas enarcadas y la mirada imperturbable denotan altivez. Su superioridad social se refleja también en el refinamiento de sus rasgos. Los dedos delgados y sinuosos de la mano elegantemente extendida -como las de los caballeros asombrados ante el milagroso enterramiento del conde de Orgaz- significan que está muy lejos de ser alguien excluido de las órdenes militares por sustentarse «por el trabajo de sus manos» o desempeñar «oficios mecánicos». 
Su aspecto es inmaculado y el traje es la personificación de la elegancia. Su rico atuendo, su cadena y colgante de oro, el pomo finamente labrado y dorado de su espada, dan fe de su riqueza y superioridad social. Sin embargo, su elitismo está templado por la virtud. Su mente está puesta en cosas más altas. Aunque su ojo derecho nos mire fijamente, más que detenerse en nosotros nos atraviesa. Se lleva la mano reverentemente al corazón, se nos muestra erguido y cara a cara, y mira sin pestañear. Para este noble caballero cristiano, su fortaleza es en última instancia la expresión de su entrega a Dios. Esa idea de entrega está realzada por el hecho de que el otro ojo, de párpado caído, mire hacia abajo, indicando que el caballero medita sobre la gravedad de su empresa. En ello se revela su prudencia. La misma impresión refuerzan no solo la «frente despejada», sino también el gesto serio y el ademán deliberado. Es inconcebible que este hombre actúe impetuosamente. La templanza es un rasgo destacado de su persona. Su aspecto es ascético; su complexión, pálida. Tiene las mejillas descarnadas y los dedos flacos. Tampoco se adorna con galas vistosas y el decorado es parco, sin ninguno de los accesorios convencionales, cortinas, mesas cubiertas de terciopelo, arquitectura clásica, que indican riqueza y rango. Paradójicamente, es su misma ausencia lo que proclama la renuncia del caballero a las vanidades, su valía moral. Su autodisciplina se evidencia también en su actitud. Ni se relaja ni se pavonea, ni adopta una postura lánguida ni un aire desenvuelto. En lugar de eso, este hombre está impasible y distante. No dialoga. Sus gestos son rituales, no son los de la vida cotidiana. Al pintar este retrato, el Greco no solo ha seguido las fórmulas del decoro caballeresco, sino que también ha revelado la esencia de su ritual a través de su manejo de la pintura. El estilo complementa el contenido.

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