El pintor y escultor Alberto Giacometti perteneció a una generación marcada por un sentimiento de pesimismo y ansiedad provocado por la crisis de las dos guerras, que tomó forma en el pensamiento existencialista, una nueva moral que, en el terreno artístico, llevó a los creadores a reflexionar —en ocasiones de forma violenta— sobre la humanidad enajenada y atormentada. Marcado por este existencialismo, Giacometti contribuyó a la configuración de una nueva imagen del hombre contemporáneo a través de los nuevos patrones de libertad expresiva, derivados tanto del gesto expresionista como del automatismo surrealista. El propio Jean-Paul Sartre consideraba sus solitarias figuras una perfecta traducción plástica de sus ideas sobre la soledad y la incoherencia de la condición humana.
Giacometti no se dedicó verdaderamente a la pintura hasta su regreso a París en 1946. Desde sus comienzos como escultor, su motivo casi permanente fue la figura humana, y a mediados de los años cuarenta, su interés por la pintura del natural le llevó a pintar retratos. Los autorretratos de Rembrandt, los tristes y sobrios retratos funerarios de El Fayum, junto con los retratos del Greco, serían sus principales referentes, y las personas cercanas a él, como su hermano Diego —con quien compartía el estudio de la rue Hyppolyte-Maindron—, su mujer Annette, sus amigos David Sylvester, James Lord, Isaku Yanaihara, Jean Genet o su amante —la prostituta parisiense Caroline—, sus modelos más frecuentes. Uno de los retratados, el escritor americano residente en Francia James Lord, escribió un detallado relato de las silenciosas y largas sesiones de pose a las que le sometió Giacometti cuando pintó su retrato. Por su parte, el dramaturgo existencialista francés Jean Genet posó para varios retratos entre 1954 y 1958, mientras escribía L’Atelier, un relato redactado a modo de diario, con una serie de comentarios y notas sobre sus conversaciones en el taller del artista. Para Genet, Giacometti «quiere descubrir el dolor secreto que hay en cada ser e incluso en cada objeto, con la intención de iluminarlos».
Este Retrato de mujer, de 1965, repite el mismo esquema que la mayoría de sus retratos, en los que Giacometti suprime por sistema cualquier referencia narrativa. La figura, de medio cuerpo y colocada en el centro de la composición, mira al frente en una actitud hierática, en medio de un espacio que la rodea de tal forma que su presencia física se vuelve espiritual. La modelo no ha sido identificada, ya que para Giacometti el rostro dejaría de ser un elemento reconocible, y al transmitir la inexpresividad y el mutismo propios de una máscara hace que la identidad sea algo inaccesible. La figura ha sido erosionada, tachada, reducida a la expresión plástica de lo que para el artista era la condición existencial del ser en la era moderna. La gama de tonalidades grises y ocres y la técnica abocetada refuerzan la sensación de aislamiento de la figura, que transmite una gran espiritualidad. La estructura espacial, una especie de jaula claustrofóbica en la que queda inmovilizada la figura, está apenas esbozada en un somero esquema del espacio del taller en el que ha sido pintado el retrato.
Jacques Dupin resaltaba que la inalterabilidad de su vida se correspondía con la imperturbabilidad de su obra: «Ocupa el mismo estudio desde hace treinta y cinco años, frecuenta los mismos barrios, los mismos cafés y nada ha modificado su modo de vivir, por singular que sea, en el fondo, regular y casi ritual. Igualmente, no pretende variar sus sujetos, diversificar la actitud de sus modelos, la iluminación de sus obras, los colores de su paleta, y puede encerrarse cien noches seguidas con el mismo modelo, acosar cien noches seguidas el mismo rostro».
Por esa inmovilidad y hieratismo, por esa aspiración de encontrar una solución plástica absoluta para crear un arquetipo, las figuras evanescentes de Giacometti han sido en ocasiones puestas en relación con los retratos que pintó Paul Cézanne de Hortense, su mujer. El esquema inmutable de sus retratos repite, con ligeras variaciones, la también inalterable composición de las numerosas representaciones de Madame Cézanne, en las que el maestro de Aix, además de suprimir todo vestigio de profundidad espacial, nos muestra una presencia muy potente del personaje, pero sin ninguna elocuencia expresiva que permita cualquier tipo de interpretación psicológica.
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