Muchos filósofos recurrían a las clases de elocuencia que eran muy concurridas en Atenas, para no morir de hambre. Isócrates, discípulo de Sócrates, era tímido y apenas tenía voz, pero sabía convencer a su auditorio como nadie, por lo que abrió una escuela en la que cobraba un precio bastante alto.
Al salir de la escuela, un ciudadano le soltó a Isócrates una larga charla para convencerlo que lo admitiera como alumno. Cuando terminó, el filósofo replicó: "Te admitiré, pero pagarás el doble que los demás, puesto que doble ha de ser mi labor. Primero, primero para enseñarte a callar, después para enseñarte a hablar".
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