En varios países de Hispanoamérica, se celebra en agosto (el segundo o tercer domingo) el Día del Niño. Por eso (o porque todos llevamos todavía en nosotros a quienes fuimos de chicos), es una buena ocasión para pensar en la literatura infantil y en cuáles fueron aquellos libros que nos marcaron y que consideramos imperdibles para cualquier niño.
La literatura infantil tiene fecha y motivo de nacimiento. Surgió de lo que se dio en llamar en la historia de la cultura la invención de la infancia, es decir, la concepción de la niñez como una fase específica de la vida, con sus propios problemas y necesidades. Hasta el siglo XIX, los niños eran solamente adultos pequeños: hombres o mujeres en potencia.
En la creación de una literatura para niños, tuvo que ver sobre todo la expansión de la educación primaria en Europa. Las escuelas comenzaron a necesitar material de lectura, lo que llamó la atención de los editores de la época, que comenzaron a contratar autores para satisfacer el incipiente mercado. Muy pronto se dieron cuenta de que los nuevos libros debían cumplir con dos requisitos fundamentales: ofrecer historias laicas y pedagógicas.
Jessie Willcox Smith para el número de julio de hace casi 100 años (1918), de la publicación Good Housekeeping |
El fin era didáctico y esto explica que, en las primeras décadas del 1800, los libros infantiles buscaran transmitir un código ético estricto. Las narraciones se ambientaban en lugares exóticos para captar la imaginación infantil, pero esa era la única concesión al apetito fantástico: todos los libros tenían un final feliz y moralizante. Se subrayaba sin cesar el valor de la solidaridad familiar, la honestidad, la fidelidad y la bondad, en lo que eran los pilares de una ética no religiosa. Paralelamente, se advertía con énfasis acerca de los peligros de la avaricia y la compulsión al juego.
Más avanzado el siglo XIX, con el mismo afán didáctico, pero como respuesta a la creciente atracción que generaban en los más jóvenes la magia y los reinos de la imaginación, surgieron lo que hoy conocemos como cuentos de hadas. Originalmente, eran relatos orales, anónimos, que circulaban en ambientes campesinos. La industria editorial de entonces los reformuló de manera tal que pudieran expresar una idea moral. Así, las narraciones perdieron toda impropiedad, crudeza y referencia sexual que pudieran arrastrar de su pasado rural y adulto, y se convirtieron en historias con valores y personajes idealizados. Así es que los cuentos de hadas, tal como los conocemos, no son sino la versión infantilizada de los cuentos populares campesinos.
Como muestra, el caso de Caperucita Roja: de todas las versiones orales recopiladas, solo la quinta parte tiene final feliz (es decir, Caperucita se salva y el lobo es castigado), pero a nosotros es la única que nos llegó. O el de Hansel y Gretel: originalmente, los niños eran expulsados por sus padres. Como esto de que hubiera padres naturales malévolos resultaba intolerable, se cambió la versión de los padres desamorados por la dupla conformada por un padre amable y una madrastra cruel.
Además se introdujeron por doquier, como sabemos, cazadores bondadosos, princesas bellísimas y hadas encantadoras, lo que dio lugar a un mundo edulcorado y predecible. El mundo que se consideró, en su momento, ejemplar. Pero ya desde el siglo XIX fue surgiendo otra literatura pensada para niños, con historias que se salían del estereotipo. Por ejemplo, Alicia en el país de las maravillas.
Algunos prefieren pensar, sin embargo, que no hay libros para niños y libros para adultos, sino simplemente libros buenos o malos. Sin desatender esta idea, está claro que hay contenidos que un niño puede entender y seguir, y contenidos que no.
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