La francesa Katherine Pancol, autora de la exitosa trilogía animal -así hubo quien la calificó, a partir de sus títulos: Los ojos amarillos de los cocodrilos (2010), El vals lento de las tortugas (2011) y Las ardillas de Central Park están tristes los lunes (2012)- presentará en España su nueva novela, Muchachas, que edita La Esfera de los libros en una traducción de Montse Roca. Se trata de la primera parte de otra trilogía que sumará, en total, 1.800 páginas y en la que el lector que esté familiarizado con la obra de la escritora francesa podrá reencontrarse con algunos de los personajes de sus otras novelas, además de leer la resolución de algunas de las historias inconclusas de los citados libros de la trilogía animal.
A continuación, ofrecemos las primeras páginas del libro de Katherine Pancol:
-¡Qué fea es la gente! -suspira Hortense recolocándoselas gafas en la punta de la nariz-. No es de extrañar que yo tenga tanto éxito...
Sentada en el marco de la galería del salón, vestida con un cárdigan verde anís, un vaquero pitillo de color rojo y manoletinas Arlequín en los pies, observa las idas y venidas de los transeúntes en la calle.
-Son bastos, son gordos, son grises, tiemblan, hacen muecas, se quejan, parecen quejicas tontos del bote... Gary, tumbado en la cama con unos auriculares en las orejas, sigue el ritmo con sus enormes pies. Un calcetín negro, un calcetín rojo. Uno, dos, tres, cuatro, suspiro, cinco, seis, siete, ocho, pausa, tresillo, medio suspiro, nueve, diez.
-O a veces -continúa Hortense- son mejillones: tristes filamentos largos que vagan sin objetivo, inclinados a la derecha, inclinados a la izquierda.
Gary se despereza. Bosteza. Se alborota el pelo. Su camisa Brooks Brothers amarillo limón sube y sobresale por el pantalón de terciopelo. Aparta los auriculares y su mirada se posa en Hortense, una bruja deliciosa de naricita fisgona y larga melena caoba, que huele al champú de hierbas de Kiehl's que utiliza dos veces por semana, y que a él le impide tocar, «¡con lo que cuesta!», escondiéndolo bajo una manopla en el estante de la ducha o detrás de la taza del lavabo. Gary siempre acaba encontrándolo. ¿Do o do sostenido?, se pregunta frunciendo el ceño. Vuelve a abrir la partitura para asegurarse.
-Todos vestidos de marrón, de gris, de negro. ¡Ni botones rojos, ni bufandas verdes! Sillas, como te digo, sillas. Un ejército de sillas que esperan temblorosas el trasero del amo. ¿Ves lo que te digo, Gary? Esta gente va de luto. Estas personas ya no tienen esperanza. Andan por la calle porque les han dicho que se levanten temprano, que cojan el tren o el metro, que vayan a la oficina, que inclinen la cabeza ante el presumido pringoso que tienen por jefe. ¡Yo me niego a ser una silla!
-¿Tú no tienes hambre? -pregunta Gary, que vuelve a cerrar la partitura y murmura do sostenido, sí, eso es do sostenido, mi, re, fa, si bemol, do.
-Yo me niego a ser una silla, yo quiero ser la torre Eiffel. Yo quiero inventar una prenda que estilice, que realce, que tienda hacia el cielo. «La simplicidad es la sofisticación definitiva». Ese será mi eslogan.
-Leonardo da Vinci lo dijo mucho antes que tú.
-¿Estás seguro? -dice ella extrañada, mientras golpea con la manoletina la parte inferior del encofrado de madera sobre el que está encaramada.
-Yo te lo soplé al oído ayer noche. ¿Ya no te acuerdas?
-¡Pues peor para él! Se lo birlo. Ha llegado mi hora, Gary. No quiero ser ni periodista, ni auxiliar de prensa, ni la humilde estilista de una cadena, yo quiero inventar, crear... Imponer mi sello.
Hace una pausa. Se inclina hacia delante como si hubiera descubierto un espécimen elegante en la calle, pero se incorpora otra vez, decepcionada.
-Para triunfar en este oficio, hay que estar un poco loco. Llevar una cantimplora con coca-cola, pantalones bombachos, un manguito de cebra, calentadores fosforescentes...Yo no estoy un poco loca.
-¿No tienes hambre? -pregunta otra vez Gary,adoptando el gesto pensativo del hombre apoyado sobre un codo.
La imagen del salón de té de la Neue Galerie en la Quinta Avenida acaba de venirle a la mente. Café Sabarsky. Le gusta ese local acogedor, la carpintería, las mesas redondas de mármol y ese viejo piano Yamaha negro que se aburre en un rincón. Descifrar la partitura le ha abierto el apetito. Tiene hambre.
-¿Hambre? -contesta Hortense distraída, como si le preguntaran si quiere adoptar una cacatúa con cresta amarilla de Oceanía.
-Yo me muero de hambre, quiero una tarta de manzana caramelizada con nata encima. Quiero ir al Café Sabarsky. Es cómodo, es silencioso, es plácido, está lleno de pasteles apetitosos, de ancianos con el pelo blanco, de adornos recargados, de platos con la cenefa plateada y de niños buenos que se sientan bien y no chillan.
Hortense se encoge de hombros.
-Yo tengo talento, soy brillante, tengo un título de Saint Martins, y he demostrado mis méritos en GAP y demás. Me falta dinero y un enchufe..., un marido rico. No tengo un marido rico. Quiero un marido rico. Recorre la habitación con la mirada, como si pudiera estar escondido debajo de una cama o una cómoda.
-Me pregunto si tomaré la tarta de manzana o la schwarzwälder kirschtorte. Tengo dudas.
-Y si tú vendieras las joyas de la Corona...
-Y un chocolate vienés caliente. Con mucha nata.
-Iré a hablar con tu abuela.
-Superabuela es muy cicatera.
-Apuntaré con una pistola sus sienes plateadas.
-Un chocolate caliente muy espeso con nata batida y una schwarzwälder kirschtorte. Un pastel de chocolate enorme con nata y cerezas. Coge tu abrigo.
Hortense obedece. Cuando Gary tiene hambre, no atiende a nada. Ella echa un último vistazo al maniquí con ruedas, con el patrón de un vestido prendido con alfileres.
Tres semanas de trabajo. Un plisado perfecto que sale en abanico de la cintura y acaba al bies a la altura de la rodilla. El busto ceñido, prieto, y las caderas disimuladas, ágiles, misteriosas. La simplicidad es la sofisticación definitiva. ¡Divino!
-¿Tú qué piensas de mi último modelo?
-Todavía no lo tengo claro.
Ella espera, con el corazón alterado, que él emita su veredicto. Él es su público primordial. Es a él a quien quiere complacer. Por quien afila sus cuchillos. Ambos aprenden juntos, crecen juntos, ella le asombra, él la asombra, no se cansan nunca. Cuando ella le toca con actitud posesiva,él la aparta con un ligero golpe de hombro y le advierte con la mirada: ¡esto no, Hortense! ¡Esto no! Déjame respirar. Y si él se acerca demasiado cuando ella está esbozando una idea, ella le rechaza con un gruñido. Él dice: vale, lo he entendido, ya volveré más tarde. Eso no les preocupa, se reencontrarán por la noche en la enorme cama donde la piel de ambos se inflama con caricias desgarradoras, que ambos saben prolongar tan bien, prolongar hasta que el otro pide clemencia. Siempre gana Gary.
Hortense es impaciente y voraz. Sería incapaz de vivir así con nadie que no fuera él. Su piano da fluidez a mis diseños, las notas de Schubert, de Bach, de Mozart aportan ritmo, holgura a mis creaciones.
Ella espera que él coloque las palabras justas. Él las escoge siempre con tino, nunca usa un término por otro. Dice peripecia, contratiempo, vicisitud, imprevisto, según la importancia de la situación. Él le enseña a profundizar en sus ideas. Continúa por ahí... Continúa..., la interrumpe cuando va demasiado deprisa y se atranca en una explicación. El otro día, después de haber trabajado y reflexionado durante mucho rato, ella había encontrado una definición del amor que les sentaba tan bien como los guantes de un gran modisto. El amor, había proclamado ella mientras él se preparaba un café, es que dos personas se quieran, sean capaces de vivir cada una por su lado, pero decidan vivir juntas. Es nuestra historia.